El 9 de septiembre de 2025 será recordado como el día en que la Generación Z de Nepal tomó las calles de Katmandú y, con fuego y furia, derribó al primer ministro Khadga Prasad Oli y puso en jaque a todo el establishment político del país. Lo que comenzó como una protesta contra el bloqueo de redes sociales —una medida que el gobierno justificó como necesaria para combatir la desinformación— se transformó en una rebelión popular tras la masacre del 8 de septiembre, cuando la policía abrió fuego contra manifestantes desarmados, dejando 19 muertos y más de 300 heridos. La renuncia de Oli, anunciada en una carta al presidente donde pedía «una solución política», no logró apaciguar los ánimos. Al contrario: los jóvenes, armados con cócteles molotov y una rabia acumulada durante años, incendiaron el Parlamento, las residencias de los líderes políticos y la sede del Tribunal Supremo, en un mensaje claro: «Ya no aceptamos más abuso».
Las protestas estallaron el 5 de septiembre, cuando el gobierno de Oli ordenó el bloqueo de plataformas como Facebook, X (Twitter) y YouTube, alegando que estas difundían «odio y rumores». La medida, sin embargo, fue vista como un intento de censura para silenciar las críticas contra la corrupción y el nepotismo que caracterizan a la clase política nepalí. Los jóvenes, que representan más del 40% de la población y enfrentan un desempleo del 20%, según el Banco Mundial, vieron en el bloqueo la gota que rebasó el vaso. «No es solo por las redes, es por todo: no hay trabajos, no hay futuro, y nuestros líderes viven como reyes mientras nosotros no podemos ni pagar el alquiler», explicó Narayan Acharya, un manifestante de 24 años, mientras observaba cómo las llamas consumían la residencia oficial del primer ministro.
La represión del 8 de septiembre marcó un punto de no retorno. Miles de jóvenes rodearon el Parlamento pacíficamente, pero la respuesta del gobierno fue disparos reales. Las imágenes de los cuerpos sin vida, compartidas masivamente a pesar del bloqueo, encendieron una ola de indignación que el 9 de septiembre se tradujo en violencia generalizada. Los manifestantes, muchos de ellos con el rostro cubierto y portando la bandera nacional, asaltaron el complejo legislativo, destruyeron mobiliario y prendieron fuego al edificio principal. También atacaron las casas de los principales líderes políticos, incluyendo la del exprimer ministro Sher Bahadur Deuba —quien apareció en videos siendo golpeado por la multitud— y la del ministro del Interior, Ramesh Lekhak, quien renunció horas antes junto con otros cuatro ministros.
La renuncia de Oli, un político veterano que había ocupado el cargo en cuatro ocasiones, llegó en medio del caos. En una carta dirigida al presidente Ram Chandra Poudel, Oli escribió: «He renunciado al cargo de primer ministro con efecto a partir de hoy, a fin de adoptar nuevas medidas hacia una solución política». Pero para los manifestantes, sus palabras sonaron a demasiado poco, demasiado tarde. «No queremos su solución política, queremos que se vayan todos», gritaba un grupo de jóvenes mientras quemaban retratos de los líderes políticos frente al Parlamento. El ejército, que hasta entonces se había mantenido en sus cuarteles, emitió un comunicado pidiendo «retenue» y ofreciendo diálogo, pero su pasividad ante los disturbios fue interpretada como complicidad con los manifestantes.
El trasfondo de esta explosión social es una crisis de legitimidad que viene gestándose desde hace años. Nepal, un país montañoso atrapado entre las influencias de India y China, ha sufrido décadas de inestabilidad política, corrupción endémica y una brecha generacional que parece insalvable. Los jóvenes nepalíes, muchos de ellos con estudios universitarios pero sin oportunidades laborales, ven cómo los hijos de los políticos —conocidos como los «Hijos del Nepotismo»— disfrutan de privilegios mientras el resto lucha por sobrevivir. «Ellos tienen coches de lujo y villas en el extranjero, nosotros no tenemos ni un futuro digno», denunció Bishnu Thapa Chetri, un estudiante que participó en las protestas. «Por eso estamos aquí: para quemar este sistema podrido hasta los cimientos».
Mientras el humo de los incendios aún se elevaba sobre Katmandú, el presidente Poudel hizo un llamado a la calma, pero su voz fue ahogada por el clamor de las multitudes. La comunidad internacional, por su parte, observaba con preocupación. El Alto Comisionado de la ONU para los Derechos Humanos condenó el uso de «munición real contra manifestantes» y pidió una investigación independiente, mientras que la India, tradicional aliada de Nepal, expresó su preocupación por la estabilidad en la región. Pero en las calles, los jóvenes no parecen dispuestos a ceder. «Este es nuestro momento», declaró un manifestante mientras grababa con su teléfono el Parlamento en llamas. «No vamos a parar hasta que todo esto se acabe».
Lo que viene ahora es incierto. Oli fue nombrado jefe de un gobierno interino, pero su autoridad es frágil y el país parece al borde del colapso institucional. Mientras tanto, la Generación Z nepalí, que ha demostrado ser una fuerza imparable, exige no solo la caída de un gobierno, sino el fin de un sistema. La pregunta que queda es: ¿Lograrán construir algo nuevo entre las cenizas, o Nepal se hundirá en un caos del que no podrá salir?