Por Pablo Vicente
La firma del acuerdo entre el presidente Luis Abinader, la Federación Dominicana de Municipios (Fedomu) y la Liga Municipal Dominicana (LMD), para vincular a los ayuntamientos en la identificación de inmigrantes haitianos con fines de deportación, ha sacudido el debate sobre el alcance y los límites de la política migratoria en la República Dominicana.
Este pacto abre un nuevo capítulo: por primera vez, se delega a los gobiernos locales un rol directo en una materia históricamente centralizada. Aunque la medida promete mayor eficiencia en la detección de extranjeros en situación irregular, también enciende alertas sobre el posible impacto social, legal y humanitario.
La descentralización propuesta puede leerse como una apuesta por la proximidad: los municipios, al estar más cerca de las comunidades, tendrían mejores condiciones para identificar casos de ilegalidad migratoria. Pero esta lógica conlleva una carga: los ayuntamientos asumirían funciones delicadas sin garantía de contar con el personal, la preparación ni el marco jurídico adecuados para manejarla con responsabilidad.
Uno de los mayores riesgos es que esta medida sea percibida como una luz verde al perfilamiento racial. Ya organizaciones nacionales e internacionales han advertido sobre el tratamiento discriminatorio que sufren ciudadanos haitianos y dominicanos de ascendencia haitiana. Por ello, este acuerdo debe ir acompañado de protocolos estrictos, capacitación especializada y una clara rendición de cuentas para evitar atropeyo que violenten los derechos humanos.
Regular la migración irregular es una necesidad legítima de cualquier Estado soberano. Pero convertir a los ayuntamientos en actores de primera línea en ese proceso sin una estrategia de integración y regularización, es mirar solo una cara del problema. Si no se complementa con medidas de cooperación binacional, generación de oportunidades y fortalecimiento institucional en Haití, seguiremos atrapados en un ciclo de exclusión y represión.
El acuerdo firmado puede tener resultados positivos si se implementa con transparencia, supervisión y respeto a la dignidad humana. Pero también puede convertirse en una peligrosa herramienta de exclusión si se maneja con interés políticos o presiones populistas.
El reto está en equilibrar la soberanía nacional con la justicia social. Porque ninguna solución que ignore la humanidad del otro puede ser considerada verdadera política de Estado.